lunes, 3 de agosto de 2009

Eran cuatro cositos. Los llamo así porque nunca los vi y ni siquiera puedo inventarles una forma. Pero lo que voy a escribir no va dedicado a ellos. Lo que pasa es que querían salir y decirle todo lo que yo pensaba. Y mirá que les decía "no, por favor, no puedo", "lo voy a hacer personalmente, esperen un poco" y demás mentiras. Pero bueno, ellos quisieron traspasar las capas de mi piel y gritarle aquello que venía guardando en secreto para mí.
Un día decidí hacerles un poquito -un poquito nomás- de caso y fui casi corriendo a buscarla; agitado llegué, con los labios secos no como una, sino como muchas hojas de papel. Estaban los cuatro acomodados, uno detrás del otro, empujándose de atrás hacia adelante para librarse de aquel volátil desierto empapelado. Abrí la boca y el que estaba más adelante se detuvo, ocasionando un choque poco trágico que hizo caer a los demás.
Fue cuando la vi a unos pasos, con una mano en el bolsillo del saco y la otra ocupada, aferrada a algo -que no pude distinguir muy bien- de un color muy parecido a la suya que no parecía querer destrabarse. Reparando en los cuatro cositos, me di cuenta de que seguían allí, pero en ese entonces mi respiración y mi boca volvieron a la normalidad, lo que generó su retorno. Primero miré esa mano y no sentí mis pies. Más arriba encontré su expresión de armonía, sus ojos brillando y su intención de no querer soltarse. Fue ahí cuando me fui, ahogado, pero feliz de verla así.

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