miércoles, 3 de noviembre de 2010

Cenizas

Ya no habría luz que pudiera ver: estaba condenado a pasar el resto de los días mirando a las cuatro paredes que me acompañarían por la eternidad. Nuestra eternidad.
Pensaron que me había ido. La última imagen que tuvieron de mí fue la de un hombre vencido por su propia naturaleza, quien, traicionera y descarada, quiso jugarme una muy mala pasada y lo logró con éxito macabro y mortal.
Desde mi cuerpo los vi llorar. Mi cuerpo, sólo él. La vi tirarme un beso desde lo lejos, un último beso que reconocí en su dura mirada, la misma de hacía unos largos años, que nunca pudo mutar. Lo vi decir mi nombre entre sollozos de aparente hombre fuerte.
La luz ya no iba a visitarme y estaba al tanto de eso. Luego no lloraron, aunque sé que no se olvidaron de recordarme. Me molesta que piensen que no estaba, cuando en verdad esta pequeña bóveda está repleta de puntadas que dejan pasar al viento, quien, amable con mi ser-que-no-es, me deja sí estar.
Ella lo vio desde la escalera que sus pies recordaron con dulzura. Él rió y largó humo por la boca, humo que ella percibió desde arriba y aspiró con curiosidad, mientras arrugaba un papel entre sus dedos de futura mujer. Él no la vio hasta que ella caminó mirándose los zapatos negros. Ella le dio el papel sin mirarlo a los ojos. Sus sangres corrieron a la par y ellos no estaban enterados. Él se dio vuelta y también miró sus zapatos, que no eran negros. Sin estar enterados, ambos sonrieron.