Discutimos en el auto y me bajé en medio de la ruta. Ella siguió. Pensé que volvería al segundo. Cuando vi que no lo hacía empecé a caminar. Encontré una de las bocas del canal que corre a los lados del camino. Me senté en una especie de paso a nivel y sumergí los pies en el agua que, remolinada, hacía espuma y ruido de burbujas. Con ganas de saltar me apoyé sólo con mis manos en el cemento de piedritas sueltas y polvo. Entonces el agua me llegó hasta los muslos. Piel de gallina. Ruido de herraduras contra la tierra.
Miré hacia el camino. Ella había vuelto sobre un caballo con la frente manchada de pelos blancos. La vi tomar aire para decirme algo y antes de que pudiera salté, cayendo en el núcleo del fin de la cascada revuelta. Forcejeé con el agua que empujó para entrar en mi nariz y en mis ojos. Cuando asomé la cabeza a la superficie ella decía algo de volver a casa que no pude entender del todo. Cerré los ojos y se percató de que no iba a volver.
Con sus rodillas y manos en la tierra, la vi sonreirme. El caballo se montó en su espalda de mujer, la golpeó en las costillas con sus patas y comenzó a llevarlo por la ruta, para el lado de casa.
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