Vio una foto mía sin que yo lo supiera; tampoco supe nunca cómo llegó a ella. Pero supongo que fue un motivo para comenzar a hablarle. Parecía más grande, por cómo hablaba. Se lo dije y no me creyó, humildemente, como siempre fue. Un día le dije de vernos, porque nunca nos miramos a los ojos. Asintió pero no pasó. Y cuando volvimos a nuestras charlas, se me escapó una dirección, la cual pensé no sería muy significativa para ella.
Un día me pareció verla, bien. Pasó un par de veces por mi puerta, pero la ignoré. Su imagen se pasó durante ese tiempo: desde que la encontré al salir, inquieto, y la tomé del brazo, hasta que se despidió, con una sonrisa tímida, medio escondida. Aquella vez me pareció misteriosa, como alguien que guarda un secreto y lo hace notar sin pronunciar palabra. Y simple, tan simple como su remerita negra y corta y como su pollera gastada.
La esperé los siguientes días, pero no apareció. Le agradecí una y otra vez su única e inesperada visita. Ella parecía sentirse bien; a pesar de no hablar mucho, pude notar algo en sus ojos que me causaba comodidad y de cierta forma, me decía que quería quedarse a mi lado todo el tiempo necesario como para al fin saber algo más.
Recordé el tacto de mi mano con su brazo, su sonrisa, su mirada profunda y brillante, su pelo despeinado.
La última vez que la vi fue diferente. Me habló más y sonrió menos (señal de que ya no se sentía extraña). Salí un momento. Mi mente se volvió a su imagen y se centró en su cabello -esa vez recogido-, en su pantalón apagado y en su bolso lleno de color. Llevaba un aroma muy particular. A veces lo siento y la busco sin éxito. Le di algo. Me agradeció sonriendo y lo guardó.
Se fue. Dijo que volveríamos a vernos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario