jueves, 13 de mayo de 2010

Ojal

Había conocido muchos tipos sin saber que en un momento inesperado llegarían aquellos que no reunieron ninguno de sus entonces no significativos rasgos. Estaban esos de piedra, fríos como ellos solos y capaces de hacer una escultura hasta de la pasta más blanda y desarmada. Fuertes pero fríos, una desengaño algo devastador, o de los que desilusionan de vez en cuando. Estuvieron los que un día llegaron a inundar desde la puerta de calle hasta el par de zapatos bajo mi cama, en el piso de arriba. Una vez se me aparecieron los más fogosos -según su dueño-, aunque terminaron sin humildad y los dejé bañados en pestañas ahumadas y distanciadas, como desviadas por un chorro de agua sobre un espacio caliente. Nadie me había preguntado e igualmente yo contesté siempre –quizás a la nada- que en mi vida había conocido muchos tipos. Vana es esta confesión no necesitada y explicaré por qué. La llama, la roca y la llovizna crónica habían fabricado en una de las cajas de mi pecho un bloque de decepción mojada y rasposa, de rechino entre dientes, de migas en el colchón o frío en las manos, -de ese que hace perder los anillos. Ahora al abrirla encuentro una obra de arte primaveral y crisálida. Digo que no tiene importancia porque la gubia que talló imperecederas flores en este ladrillo fueron los ojos más bellos y abiertos, el tipo de ojos que veló a los demás y los hizo perecer en su recoveco de posibles amarguras y disgustos. El motivo por el cual cuento esto, el motivo del profundo e inmenso caudal de amor recibido y del que intentamos los míos y yo, devolver.

1 comentario:

otrolente dijo...

crisantemo que se abrió, encuentra el camino hacia el cielo...